I
EPÍSTOLA A NORA.
¡Qué feliz soy...Qué rápido suena eso,
cariño! Algún día, cuando seas mayor, verás que tal vez tan rápido que sólo te dé
tiempo a pensarlo y, entonces, ya se habrá ido. Por ese motivo, has de ser
ávida a la hora de manifestar ese sentimiento de felicidad, tan efímero y
esquivo en la vida... (Y tan consolador en la muerte).
Duermes ahora, Nora, pegada a tu madre y
quizás a tu hermana, que trajina el sueño de cama en cama. Y así, acurrucada y
en paz te quisiera ver siempre; como si aún vivieses en aquel espacio
sobrenatural que recrea el vientre materno; como si de esa manera nada te
pudiera hacer daño y, del mismo modo, no hubiera mejor guarda que la que te ha
proporcionado tu madre; igualmente defensora, protectora y luchadora hasta el
fin, con dientes y con garras, por verte indemne todos los días de tu, aún,
corta vida.
¡Cuánto la has hecho sufrir en su
soledad, sin ti!...Te cuento que naciste tan llena de sol y de luz, radiante
como el cometa, tan fugaz, que tuviste que pasar unos días de sosiego (plomizos
e interminables para nosotros) para curarte de tantas ganas que le pusiste a la
vida. De tal forma, que el acontecimiento brillante y apoteósico de tu llegada
se convirtió de repente en una oscura resaca. Tu madre, la cual sufrió como no
espero verla jamás, se vio obligada a soltar tu cuerpo, a cada rato, para
dejarlo dormido en aquel horrible lecho que, sin embargo, te estaba curando y,
en aquellos momentos, le veía el abismo en sus ojos, profundos de dolor y
encarnados de llamas de impotencia para luego, a cada hora, volver a rescatar
tu cuerpo con una mirada que, aunque inyectada de la más sobrecogedora ternura,
no disimilaba la hiriente cercanía de tener que postrarte de nuevo en aquel
cubil, haciendo de aquello el relato propio de una tortura.
Yo te miraba con tal intensidad
que mis ojos eran brazos y te envolvía en ellos, transportándote a mi alma. En
aquellos días, intentaba paliar el miedo feroz de la incertidumbre, intentando
enterrarlo en un foso oscuro de mi mente pero, día tras día, se repetían los
golpes de la conciencia, “¿nos estará oyendo?, ¿estará bien del todo?, ¿Cuándo
lo sabremos?...” ¡Qué tormento, por favor!, no se lo deseo a nadie, no me
quiero ni imaginar qué podrán sentir esos padres que afrontan graves enfermedades
o pérdidas de sus hijos. Nunca me he parado a pensar en el Infierno pero, sin
leer a Dante, me lo puedo imaginar cavilando en estas cosas...
Eres una niña sonriente, una miniatura
de tu mamá; y tienes el poder, como ella, de sonreír para que todo luzca y se
apaguen las penas. Cada vez que vislumbro el perfil de vuestros labios
insinuando ese gesto, se me llena el alma de diamante y entonces algo hace que
se diluyan y caigan lágrimas como perlas desde mis ojos. Qué afortunado por
llorar así,... ¿sabes, cosa bella, que lloramos y sonreímos a la vez cuando nos
dijeron que estabas sana y que, de pronto, hubo un arco iris temprano en
nuestras miradas que nos devolvió nuestras vidas como si, de nuevo, aquel
espejismo nos las regalara? No olvidaré jamás aquella convulsión de emociones y
aquel instante en que nos dijeron que estabas sana, lozana, rolliza, pepona y, cómo
no, sonriente.
Ah, mi dulce bien, cómo te gusta
pegarte a tu madre, cómo te estrechas en su cobijo y recibes todo su amor y nada
queda entre vosotras porque todo excepto el aire ya no existe entre las dos; tú
te alimentas ahora lactando y tu madre se alimenta de tu respiración. Atrás
quedaron los males, las soledades pasajeras, los temores y la desesperación;
estoy escribiendo y quizás ahora mismo sigas dormida junto a tu nodriza madre y
junto a tu hermana que, ay, si la vieras, cuando te besa, cuando te come,
cuando te aprieta y te dice cosas como “pequeñita o patolas o cualquier
cosa que se pase por su loca imaginación”. A ella, mi Dafne amada, también le
tocó sufrir, apartada de su mamá en aquellos ratos en los que aún llegaba el
oxígeno a su corazón a través del invisible cordón umbilical de vínculo
milagroso que se apoderó de ellas desde el día en que nació tu hermana. Y que
ahora también posees tú.
Pero, finalmente, todo salió
bien...Abrimos la puerta de casa los cuatro juntos y la cerramos igualmente a
la congoja de aquel episodio. La vida sigue y la felicidad es una corriente en
nuestros días. Algo que he aprendido es que, unidos, no habrá meandro que
impida que este río siga su curso hacia donde quiera que vaya su rumbo.
Sólo quería decirte una última
cosa...eres miembro de una gran familia, de cuyos miembros eres su culminación,
de cuya ilusión aún eres novicia pero que en ti se encierra y que para cuando
leas esto, sólo espero que seas la misma cosita bella, un poco más grande, para
que al mirarte bien, me siga viendo feliz, al igual que lo soy hoy, por tenerte
así.
Te amo, Nora.